martes, 24 de septiembre de 2013

La daga fenicia llega con olor a lluvia


Con el codo apoyado sobre el brazo de la chaise longue, mi mano sujeta a duras penas la copa de vino que acaban de servir bajo la pérgola que nos cobija. Algo me está soliviantando por dentro de tal forma que se me hace difícil ocultar mi turbación a la mujer que comparte conmigo este breve espacio. No sé si es el aroma acre de la tierra que ha dejado tras de sí la reciente llovizna; o tal vez el perfume almizclado del velón que preside nuestra mesa, cuya llama dibuja un balanceo de sombras al compás de la brisa otoñal; o quizás es el olor envolvente de la diosa de pelo cobrizo y ojos indescriptibles que se sienta frente a mí; una esencia que provoca fiebre en las sienes, ardor en el vientre y una suerte de niebla enajenante en el campo de visión.
—¿Lo sientes, verdad? —pregunta con una vibración grave en la voz.
Me endulzo el paladar con otro sorbo antes de responder.
—¿Qué es?
—El influjo de la daga.
—¿La has…?
—La llevo encima.
Enmudezco, incapaz de hacer nada distinto a respirar con dificultad y advertir las palpitaciones en mi garganta. Contemplo cómo se lleva la mano al interior de la chaqueta y extrae algo de lo que ya no puedo apartar mis pupilas. Luminoso, intrigante, peligrosamente seductor, único.
—Cógela.
Mis dedos se niegan a colaborar, indecisos ante la presencia intimidante de aquel objeto sagrado, bellísimo. Sin embargo no puedo hacer otra cosa que sobreponerme y alargar el brazo para asirlo con exquisito mimo, como si fuera a desintegrarse ante el roce profano de mis yemas.
—¿Notas su embrujo?

Me reservo el íntimo sentimiento que me embarga, aunque tengo que deciros que nunca volveré a ser la misma.  Muy pronto lo comprenderéis…