Hasta hace un instante me encontraba tranquilamente reclinada sobre los cojines de nuestro rincón en el Beso de Luna. Estoy esperando a una amiga común para charlar un rato acerca de La daga fenicia. Sin embargo algo ha hecho que me levante y deambule entre los reservados con mirada hambrienta. Desde mi sitio me ha parecido vislumbrar una larga melena rubia nada convencional. Me abro paso entre la gente, persiguiendo a duras penas a la figura alta que huye ante mi empeño. Estoy casi segura de que es ella. Escapa por un momento de mi visión y pienso que la he perdido. De repente, a unos veinte metros, observo su mirada juguetona de un azul tan claro que hipnotiza. En medio de su avance se ha dado la vuelta, provocándome con una sonrisa malvada para que la siga. Es ella. Ahora estoy segura.
Me muevo con lentitud. La gente se agolpa a estas horas intentando arrebatar retazos de gloria a su rutina. Algo me dice que se ha esfumado como un espejismo. Pero no. Ella me espera apoyada en el muslo de mármol de una mujer que nos observa prepotente con la sabiduría de los tiempos.
Un hombro me aparta de su imagen y al sortearlo me doy cuenta de que —esta vez sí— mi valquiria rubia ha desaparecido. Me acerco a la diosa blanquecina y fría, y poso mi mano en el mismo lugar donde ella estuvo sostenida, con el ingenuo afán de empaparme de su huella, de encontrar un resquicio que me permita encontrarla.
Minutos después desisto de mi intento. Mel me estará esperando, seguro, desde hace rato.
—Siento la tardanza —le digo, besándola.
—Acabo de llegar, no te preocupes.
—Es que ha habido una aparición inesperada, pero la he perdido…
—¿La conozco?
—¿Cómo sabes que se trata de una mujer?
—¿No lo es? —me castiga con su mejor sonrisa.
—Sí, lo es. Y no, no la conoces.
Su mirada me interroga. Imagino que la vuestra también…