sábado, 24 de agosto de 2013

Últimas huellas en la arena

Ya el esplendor del verano se va escurriendo entre los dedos, aunque pretendamos retenerlo con furia alargando hasta lo imposible el recuerdo del salitre en las fosas nasales, de los destellos argentinos del agua cuando la luna baja a acariciarla, del sabor amargo y placentero de la espuma que se derrama al llevarnos a la boca el primer sorbo de cerveza.
¿Tienes frío? —pregunto a Carla.
Una ráfaga de brisa marina le ha lanzado un mechón largo de la melena sobre el rostro. En el instante en que ella vuelve a retirar el obstáculo que me impedía ver su mirada subyugadora, he percibido la reacción eréctil del vello de sus brazos. Mel se acerca de inmediato y le prende la mano, cubriéndola de amor como si de una manta protectora se tratara.
—¿Quieres que vaya a por una chaqueta?
—No hace falta, en serio, ha sido solo un escalofrío.
—El verano se apaga…—acierto a decir, embelesada con el cruce de miradas de la pareja. Ámbar sobre avellana.
Lucho por no dejarme arrastrar por la melancolía de los días luminosos, de la deliciosa pereza que nos amarra a las sábanas, de esa dejadez que nos impulsa a remolonear en cueros por toda la casa.
—…pero es el momento de los planes, de retomar un futuro próximo que nos va a dar muchas satisfacciones —continúo.
—Es verdad, se acerca un otoño lleno de promesas —dice Carla apretando la mano que sujeta.
—Cierto —sonríe Mel, y el espacio bajo la pérgola que nos cobija parece iluminarse de repente—, queda ya muy poco para que nuestra última aventura salga a la luz. Estoy segura de que a la gente le va a encantar.
—Ojalá tengas razón. Tú eres siempre muy optimista —le contesto sonriendo.
—Esta vez puede permitirse serlo —interviene Carla, con esa firmeza heredada de su madre que conozco tan bien—. Al menos viene avalada por un gran premio. Para mí es un honor inmenso formar parte de La daga fenicia.
—A pesar de…—comienzo a decir, pero ella me interrumpe.
—A pesar de todo lo que nos haces pasar, sí —culmina, hiriéndome con la gravedad de sus ojos.
—Bueno, ella no tiene toda la culpa…—instiga Mel, perversa.
—No empecemos…

De improviso siento que desaparezco, expulsada de la burbuja que construyen con tan solo un gesto. Carla se aproxima y roza los labios de su pareja, con la intención inicial de un beso leve, conciliador, pero Mel la retiene lo suficiente como para hacer que olvide la compostura y se pierda dentro de su boca. Me levanto y camino despacio hacia el borde del muro que separa el Beso de Luna de la playa. No creo que me echen de menos. Por el momento…