
—¿Lo sientes, verdad? —pregunta
con una vibración grave en la voz.
Me endulzo el paladar con
otro sorbo antes de responder.
—¿Qué es?
—El influjo de la daga.
—¿La has…?
—La llevo encima.
Enmudezco, incapaz de hacer
nada distinto a respirar con dificultad y advertir las palpitaciones en mi
garganta. Contemplo cómo se lleva la mano al interior de la chaqueta y extrae algo
de lo que ya no puedo apartar mis pupilas. Luminoso, intrigante, peligrosamente
seductor, único.
—Cógela.
Mis dedos se niegan a
colaborar, indecisos ante la presencia intimidante de aquel objeto sagrado,
bellísimo. Sin embargo no puedo hacer otra cosa que sobreponerme y alargar el
brazo para asirlo con exquisito mimo, como si fuera a desintegrarse ante el
roce profano de mis yemas.
—¿Notas su embrujo?
Me reservo el íntimo
sentimiento que me embarga, aunque tengo que deciros que nunca volveré a ser la
misma. Muy pronto lo comprenderéis…