Percibo cierto revuelo junto al camino empedrado que serpentea entre los jardines del Beso de
Luna. Desde la misma puerta que se abre al paseo marítimo, hasta la entrada del
reservado en el que aguardo a nuestras invitadas, se alza una nube de murmullos
que anuncia su proximidad. El viento helado corta el aliento y la
gente se acurruca bajo las pérgolas al calor de las estufas y de las
conversaciones apasionadas. Esta noche la luna impone su presencia intensificando
las sombras. El vino oscuro y reconfortante impregna de color el fino cristal
de las copas; ese cristal que, si pudiera expresarse, gritaría de deseo al
entrar en contacto con sus labios…

—Formáis una pareja
indescriptible —les digo, ofreciéndoles el vino.
—Gracias. Tú que nos ves con
buenos ojos —me espeta la beldad rubia aceptando su bebida.
—Lamento contradecirte. La
temperatura ha subido varios grados desde el momento en que pisasteis el Beso
de Luna. Creo que todo el local se ha dado cuenta.
—Me resulta curioso que nos
hayas invitado a las dos —interviene Patricia, desviando la conversación
conscientemente.
—He pensado que sería una
buena idea, dada la complicidad que habéis demostrado tener en La daga
fenicia.
—Eso es cierto, hemos
conectado muy bien. Me gustó en cuanto la vi —confiesa resuelta nuestra
desconocida amiga.
—Sí, la verdad es que estar
con ella es como respirar una bocanada de aire fresco —afirma Patricia
lanzándole un guiño provocador —. Y además baila muy bien…