La pasión pone al rojo vivo La daga fenicia

Tengo junto a mí a una de las imponentes mujeres que forman parte de esa aventura por venir, La daga fenicia. Disculpadme, pero revelar su nombre no sería conveniente. En este preciso instante está llegando aquella a la que aguarda. La voluptuosidad de su avance la obliga a contemplarla con los labios entreabiertos y el cóctel se congela en la mano, a medio camino de saciar su sed. Los contornos se tornan borrosos; tan solo tiene ojos para el balanceo sutil de sus caderas, para ese ondular de melena encendida que vuelve insignificante la llama de los velones en el sendero empedrado. El aire se paraliza y la música enmudece en su cerebro.

 Lo sé porque la conozco, no me preguntéis.

 La atención se centra en el sonido opaco de los tacones, cada vez más próximo, más hipnótico. Crece el latido en su cuello y la respiración se hace pesada, insuficiente. Ella está ya muy cerca, tanto que el destello gris de su mirada libera un gemido apenas perceptible en la garganta de la que aguarda. Me aparto con la certeza de que el ciclón de fuego que se intuye va a arrasar todo aquello que permanezca a menos de un metro del encuentro. Se comen con los ojos a un suspiro de distancia. Entorno los párpados y juraría ver las auras llameando entrelazadas. En el momento en que sus labios se rozan ya no hay freno para la furia desatada que las lleva.

Dejo mi copa con suavidad sobre la mesa y una sonrisa interna me acompaña en el trayecto de vuelta. No hay preguntas que hacer. Esta noche, no.