miércoles, 26 de febrero de 2014

Encuentro con el pasado



Supe en aquel instante que sus ojos no creían lo que estaban contemplando. Pero sí, por fin estaba allí, en Chupanga, cumpliendo una promesa que debía haber ejecutado mucho tiempo atrás. Ella corrió hacia mí y me aprisionó en un abrazo que lo dijo todo. Desde ese momento dejé de oler la mezcla inconfundible de sudor, hoguera, comida y excrementos que componía el aroma propio del campamento de refugiados; dejé de contemplar el paisaje polícromo de las ropas, de las tiendas de campaña cubiertas con aquellos toldos azules que intentaban sin éxito protegerlas de la persistente lluvia; dejé de oír el ritmo de la marrabenta que fluía entre las miles de personas hacinadas; dejé de sentir la asfixia del calor y la humedad. En aquellos segundos tan solo fui consciente del cuerpo huesudo —y sin embargo exquisitamente sensual— de Sara.
Se separó de mí para observarme despacio, como si todavía dudara de mi presencia junto a ella.
—¡Estás aquí! —exclamó con su inimitable voz, la voz que fue protagonista indiscutible de Tras la pared; el sonido melódico y estremecedor que consiguió arrastrar a Patricia hacia aquellos parajes.

Había pasado tanto tiempo…
—Ya lo ves, te prometí que un día vendría a verte. Sigues formando parte de nuestra historia, de nuestra gran familia, Sara.
Los ojos profundos, oscuros, brillaban como mil lunas. Percibí el ligero temblor de sus labios y le cogí de la mano para que me lo enseñara todo, para que me mostrara la vida que había elegido lejos de Patricia, lejos de nuestro mundo complejo. Apartó la emoción que la embargaba para hacerme recorrer aquel territorio sembrado de tiendas de campaña y que conociera a sus gentes. Recuerdo que me presentó a cientos de niños cuyos nombres me iba a ser imposible recordar. Ella tiraba de mí por aquel suelo polvoriento consiguiendo que olvidara el cansancio que agarrotaba mis músculos, a fuerza de resistir treinta horas de vuelos y cuatro de caminos imposibles a lomos de un jeep destartalado. Pensé que Mozambique y Sara bien valían mil penurias.
Visitamos el edificio principal donde saludé al doctor Fuentes, el cual no pudo ocultar su sorpresa al verme. Sara me condujo finalmente hasta la pequeña casa de adobe que fue testigo de su despertar al amor. Me agasajó aquel día con la comida típica a base de harina de mandioca condimentada con salsa picante de la región. Mientras preparaba una infusión, le pregunté cómo estaba.

—Extrañamente feliz —dijo suspirando—, aunque todavía la echo mucho de menos.
No supe qué contestarle.
—¿Ella está bien? —se atrevió a decir.
—Sí —respondí, sin querer echar más leña al fuego.
Sara no insistió, pero sobre nuestro silencio sobrevoló sin duda el eco de una pasión que abrasaba el alma.

Mientras sorbía despacio el té, me dio por pensar en Irene, una amiga muy apegada a esas tierras y, sobre todo recordé a mi amiga Lisi, que adoraría celebrar su cumpleaños en aquella cabaña junto a nosotras, saboreándolo todo.

domingo, 2 de febrero de 2014

La daga fenicia: el viaje

Aquel día hacía un viento gélido que se metía bajo la piel para quedarse. Me acomodé en el asiento del copiloto del Mustang y ella arrancó como si le fuera la vida en ello. Por el retrovisor vi alejarse como un suspiro la entrada del Beso de Luna y contemplé por el rabillo del ojo cómo su melena caoba volaba hacia atrás por la tracción. Iduna no era mujer de muchas palabras; accionó el ipod y dejo que Tracy Chapman se encargase de llenar los silencios. Desde luego, no dudó en traspasar todos los límites de la velocidad permitida. En su descarga puedo alegar que en aquel momento el camino estaba prácticamente desierto, por lo que en poco más de una hora alcanzamos nuestro destino. Solo diré que a cualquier otra persona le hubiera costado el doble. No obstante, decidí dejarme llevar sin abrir la boca. No era tiempo de vacilar, precisaba ver con mis propios ojos lo que iba a mostrarme.
—Vamos —dijo saliendo al frío de la noche.
Fui tras ella apretando los brazos contra mis costados, aunque podía notar que el helor traspasaba mi abrigo. Mientras Iduna abría el maletero y sacaba un par de mochilas pequeñas, elevé la vista y me enfrenté de golpe con los tejados inclinados, el yeso rojizo, los balcones de madera, las rejas de forja y, por encima de todo aquello, el olor dulzón de la madera quemándose en los hogares. Estábamos en Albarracín. Me condujo hasta la entrada de una casa de tres plantas, cerca de la plaza Mayor. En cuanto la traspasamos, se dio la vuelta hacia mí y extrajo una cazadora acolchada de su bolsa.
—Quítate el abrigo y ponte esto.
Le obedecí sin rechistar y ella abrió la puerta de la primera planta para dejar mi gabán sobre una silla, en lo que parecía el salón de una vivienda rústica. A continuación me indicó que la siguiera y descendimos un tramo de escalones hasta el sótano.

Así comenzó el viaje que fue alimentando La daga fenicia. El resto, ya es historia…