Estoy tendida, apoyada sobre los codos en la orilla de un lago
artificial de aguas sorprendentemente cálidas, mientras observo con fascinación el oleaje que me acaricia. Cincuenta
metros más allá se vierte una cascada desde lo alto del muro. El
torrente, al estrellarse contra la superficie cristalina, hace surgir una estela de
ondulaciones que alcanzan la orilla opuesta. Me maravilla la pared de la
cual mana el agua; tiene tal apariencia natural que nace en racimos la vegetación entre sus resquicios.
—¿Te gusta?—me pregunta Iduna siguiendo el curso de
mi mirada.
—Es increíble.
Al girar la cara mis ojos resbalan sobre
la piel húmeda de su abdomen; piel tersa, bronceada, adherida a una potente
musculatura. Después alzo la vista para toparme con dos iris grises que
esconden una pregunta obvia. Ella aguarda noticias de Patricia. Lo sé. Por eso
soy su invitada de honor en esta ciudad en la que todas me miran, convertida en
elemento discordante dentro de un mundo donde nadie parece tener más de veinte años. Pero
la mujer pelirroja es consciente de que voy a hacerle esperar, de que nada es fácil si hablamos de amor, de confianza, de vida y de muerte. De libertad.
A una señal suya se aproxima una camarera de rasgos
felinos portando un cóctel impactante, carmesí.
—Pruébalo —me sugiere con esa ronquera suya que
paraliza el pulso.
—¿Me puedo fiar?
—¿Y tú lo preguntas?
Decido beber. La vida está hecha de decisiones de
las que no podemos escapar. En el mismo instante en que el sabor metálico
inunda mi boca me pregunto si hoy la luna estará plena. Sé de repente que mis latidos se van a disparar, que una fuerza irresistible
va a apoderarse de mi voluntad, que mi percepción se tornará borrosa y acabaré
perdiendo la presencia.
Tan solo espero tener conciencia de mí misma a la
vuelta.
Tan solo espero no hallar el tatuaje de La dagafenicia en algún punto de mi cuerpo.
Tan solo espero que ella me deje marchar.