Desde el suelo del Beso de Luna asciende el calor
por los tobillos como una pitón asfixiante. Hace tanto que no llueve… El sol se
ha cebado en las flores rezagadas de tal forma que un perfume dulzón impregna
el aire; es entonces cuando, anegado el cerebro, la sangre se encabrita y los
instintos se vuelven primitivos. Tengo dos fuertes personalidades ante mí y no
sé a cuál de ellas considerar más fiera, más indómita, bajo esta suerte de
primavera que viene a demoler las mansas intenciones.
Eva ha llegado directamente del bufete, por lo que
el único relajo que se permite es desabrochar un botón más de la camisa que
compone su formal indumentaria. Constituye toda una revelación su escote
bronceado, prometedor, mientras se recuesta sobre los almohadones a la espera
de soltar esa lengua viperina de la que hace gala. Paladea despacio el vino que
sostiene en una mano y, de tanto en tanto, posa su mirada prepotente en la
mujer que tiene al lado.
Patricia, por el contrario, observa concentrada el
borde de su copa, sopesando quizás qué respuesta dar a la cuestión que todas planteamos
de un tiempo a esta parte. Sus ojos van cambiando del verde esmeralda a un tono
forestal que delata hondas emociones. La pregunta es obvia.
—¿Has pensado qué vas a hacer? —le digo en voz baja
con el fin de no presionarla.
Ella vuelve hacia mí sus ojos intimidadores durante
un instante.
—No lo sé —contesta casi con desesperación.
—¡Puf! —bufa Eva sin disimulo.
—¿Tú lo tendrías claro? —pregunto a nuestra rebelde
amiga común.
Ella se pasa la mano por el flequillo para echarlo
hacia atrás y me clava su mirada impertinente antes de responder.
—¡Por supuesto! Yo me alejaría de ese lugar como de
la peste.
—Tú no sabes de lo que estamos hablando —se defiende
Patricia.
—¡Líbreme el infierno! —suelta la morena volviendo a
llevar el cristal a sus labios.
—¿Capto cierto rencor…? —la provoco.
—El pasado está enterrado, ya lo sabes —me espeta
echando chispas por los ojos.
—Ya.
—Sí, aquello ya lo hablamos en su día. No hay nada
que añadir, nada ha quedado en el tintero—corrobora Patricia.
—Si vosotras lo decís…
—El problema no es ese. Ya sabes lo radical que es
Eva, nunca otorga el menor resquicio a la duda. O blanco o negro.
—Tu reciente “aventurita” te ha dejado más que
tocada. No sé cómo te planteas volver a enfrentarte a lo mismo. Ve a terapia.
—No necesito terapia. Lo que necesito es…
De repente guarda silencio y se frota la cara con
ambas manos, como queriendo arrancarse la idea que le ronda por la mente.
—¿Iduna? —me atrevo a sugerir.
Eva me mira con el entrecejo fruncido, intentando descifrar
lo que acabo de decir. Pero, para mi sorpresa, no abre la boca.
Flotando entre nosotras queda el nombre que Patricia
no osa pronunciar en voz alta desde hace mucho, mucho tiempo.