Pequeñas
partículas blancas, etéreas, bailan ante mis ojos y me acarician la cara con un
aleteo leve antes de morir desvaneciéndose en agua. Ya no sé si lo que me moja
las mejillas es la nieve o las lágrimas.
Desde
cierta distancia contemplo las cuatro líneas negras que rasgan la calle de la
Paz de inicio a fin. Los copos todavía no han acumulado el ímpetu suficiente
para tapar los raíles. Un tranvía traquetea dos cuadras más allá, mientras al fondo se
yergue la torre de Santa Catalina. Camino ignorando el roce helado en mi rostro.
Soy una intrusa dentro de esa imagen congelada en el tiempo. Un Ford negro
avanza hacia mí despacio, ampuloso, recorriendo la calle en sentido contrario
al que conocemos. Decenas de hombres atrincherados en sus cazadoras de cuero y
sus gabanes entremezclan acentos en la acera, ante la entrada del Café
Continental. El frío me molesta en los párpados, pero no puedo dejar de mirar.
Dos mujeres se apresuran agarradas del brazo. Un niño grita en una esquina
agitando un periódico en el aire. Apretados contra su cuerpo lleva un puñado de
ejemplares que necesita vender cuanto antes; la fina nieve los empieza a
humedecer. Me guarezco como puedo bajo los gruesos toldos que cada pocos metros
se asoman sobre la acera. Por fin llego hasta la confluencia con la calle
Comedias y me detengo, sintiéndome arropada por la cubierta del Café Ideal
Room. Observo con devoción las letras I/R forjadas en hierro que sobresalen en medio
de la puerta. Noto los latidos del corazón en el cuello. La mano derecha se
envalentona y empuja. Mi mirada ávida navega entre la bruma generada por los
cigarrillos y localiza de inmediato la mesa. Victoria, Daniela, Gerda y
Ted me reciben con una sonrisa deslumbrante ¡Feliz Navidad! gritan al unísono.
Feliz
Navidad os deseo desde Mis noches en el
Ideal Room.